¿Y las protestas masivas en Lima de solidaridad con la lucha indígena ante la contaminación y la violación de sus derechos y tierras? ¿Para cuándo?
Yo me crié en Lima y la verdad es que los pueblos indígenas del Perú eran un universo muy distante al mío. En el colegio, te enseñan sobre culturas precolombinas, lo que para nuestra mente infantil representaba un mundo fascinante, mágico, pleno de submundos poblados de felinos alados, sangre derramada en ceremonia, conquistas en los Andes y chasquis corriendo por paisajes vertiginosos. Pero también era una letanía somnífera recordar cronologías áridas, "en papel" y nombres de vasijas y de horizontes. De cualquier manera, se sitiaban a estas culturas inamoviblemente en el pasado y nunca se me pasó por la mente la idea que aún ahora existen en nuestra selva culturas con poca influencia europea o anglosajona, que en este preciso momento muchas comunidades de la sierra poseen profundas raíces que los conectan con las culturas que florecieron en el Perú antes de la llegada de los españoles.
Llamémoslo ensimismamiento de la capital, centralismo, racismo, mirarse el ombligo o lo que fuere. El hecho es que Lima, en mi experiencia, siempre estaba mirando hacia fuera, hacia Miami y Europa y casi nada hacia dentro, hacia nosotros mismos, hacia nuestras raíces en las montañas, hacia nuestros compatriotas que hoy pugnan por ejercer sus maltrechos derechos de auto gobernanza en la selva, que bregan por su sobrevivencia -y tal vez sin saberlo- también por la nuestra.
En los últimos 5 años he vivido en Vancouver, Canadá y estando comprometida con la defensa del medio ambiente, he terminado naturalmente involucrada en la lucha por los derechos de los pueblos indígenas canadienses.
Y conociendo algo de sus culturas y de su lucha, he tratado una y otra vez de trazar paralelos, de marcar diferencias y dibujar comparaciones con el Perú y sus pueblos originarios. Aquí, debo advertir que hablo en gran medida desde la ignorancia, por lo que me disculpo de antemano por eventuales lugares comunes. Saludo con alegría y temor cualquier rectificación que quieran alcanzarme.
Por ahora, síganme la corriente por un rato. Hace algunos meses, una comunidad nativa llamada We’tsuwet’en en la provincia de Alberta está enfrentada con el gobierno, que ha otorgado licencias a las empresas CGL y Shell para la construcción de un conducto de gas que pasaría por su territorios, con gran riesgo de fugas e incendios, con poca inversión social en la zona y sin respetar la integridad de su patrimonio cultural. Estas tierras nunca han sido oficialmente cedidas o vendidas al gobierno de Canadá, ni a ninguna persona privada, así que legalmente siguen perteneciendo a los We’tsuwet’en. Además, hay una ley que determina que a todo proyecto le debe anteceder la consulta previa, esto es, la aprobación de la comunidad. En este caso, la consulta ha sido escueta y simbólica. El gobierno ha ignorado el derecho a decir No y valiéndose de su brazo fuerte, la Policía Federal, intimida a los afectados, desalojándolos o en ocasiones maltratándolos físicamente.
Y ante todo esto, cuál ha sido la reacción del país? Pues, diversa. La verdad es que presumiblemente una mayoría continúa sin pensar en política indígena. Hay personas claramente racistas que han soltado comentarios irrepetibles. Existen otros que creen depender para su subsistencia de la industria petrolera y gasífera y que reaccionan con rabia y angustia ante las trabas a nuevos proyectos de combustibles fósiles que les ponemos los activistas del medio ambiente y los indígenas defensores de sus tierras. Pero, he aquí lo inesperadamente imponente: la erupción de solidaridad con los We’tsuwet’en que ha brotado simultáneamente en todo el país.
Durante más de una semana, los miembros del Tyendinaga Mohawk han bloqueado el tráfico de mercancías y trenes en Ontario, en apoyo de Wet’suwet’en. En otros lugares, los manifestantes bloquearon las carreteras, bloquearon el acceso a los puertos de embarque y ocuparon las oficinas de los funcionarios electos en una ola de disidencia. Hace unos días participé de un un bloqueo en un cruce muy transitado de la Vancouver. Duró unas 12 horas y muchos pasajeros de buses que no avanzaban bajaron a unirse a los manifestantes, que bailaban y cantaban en una algarabía ceremonial.
El jueves por la noche, Canadian National Railway, el mayor operador de carga del país, dijo que cerraría sus operaciones en el este del país debido al bloqueo continuo y advirtió sobre despidos temporales. Poco después, Via Rail, que opera gran parte del servicio ferroviario de pasajeros de Canadá, dijo que todo su servicio se suspendería hasta nuevo aviso.
Los grupos de acción climática también han abordado la causa de los Wet’suwet’en, viendo su lucha como parte de una lucha más amplia contra los proyectos de extracción de recursos en el país.
Las manifestaciones han acumulado presión sobre el primer ministro de Canadá, que ha alardeado de su compromiso con la diversidad y abordar las profundas inequidades que enfrentan los pueblos indígenas.
Las personas preocupadas por el cambio climático, sabemos que otro gasoducto o cualquier nuevo proyecto que nos ate a seguir quemando Co2 por más años, en lugar de invertir de inmediato en energías renovables, nos acerca más al abismo del caos climático, al que nos dirigimos inexorablemente desde hace largo tiempo. En el último año ha surgido también un inmenso movimiento juvenil global que busca hacerse oír en este tema.
Pero ahora, nuevamente, otra magnífica noticia: la presencia ya inevitable del potente movimiento indígena de resistencia, fruto del hartazgo de soportar que el gobierno exhiba al mundo una imagen progresista y se llene la boca con fatuos anuncios de reconciliación con los pueblos indígenas, mientras ignora sus reclamos ante la usurpación de sus tierras.
En Canadá, y esto es algo que no se conoce mucho fuera del país, hay una historia muy oscura de abusos a los pueblos indígenas. Sin remontarnos demasiado en el tiempo, en los años 70 se cerraron las últimas “residential Schools”, internados a dónde todos los padres indígenas eran obligados, con amenazas de violencia física y económica, a entregar a sus hijos. Estos colegios eran llevados por monjas y curas, que castigaban físicamente a los niños si se expresaban en su idioma natal. A la forzada separación de años de sus familias se suman las violaciones y maltrato recientemente descubiertas.
Es significativo que entre las personas educadas de las urbes, hay una cultura muy arraigada de contrición por los atropellos de sus antepasados a los indígenas. Las personas se autodenominan “white settlers” (colonos blancos) y en las reuniones de organización de protestas asumen un papel secundario y respetuoso ante los dirigentes indígenas. Muchos de esto(a)s son matriarcas carismáticas que irradian autoridad y dignidad.
Mientras tanto, en el Perú, activistas indígenas protestan en sus territorios con poca repercusión en los medios y escasas muestras de solidaridad de la población urbana. A excepción de las protestas de estudiantes e intelectuales tras el Baguazo en 2009, al menos yo, no he visto muchas muestras de solidaridad en la capital. Las empresas y las autoridades locales recurren a menudo impunemente a cualquier medio para acallar las quejas. Con deprimente frecuencia nos enteramos del asesinato de algún defensor de su tierra. El Perú es uno de los países donde resulta más peligroso ser activista por el medio ambiente.
El hecho es que, en todo el mundo, los pueblos indígenas han tenido que abandonar sus medios de vida y sus tierras ancestrales debido a proyectos de desarrollo a gran escala, como por ejemplo la presa Gibe III a lo largo del río Omo de Etiopía; y, más recientemente, algunos, tales como la tribu Biloxi-Chitimacha-Choctaw en Louisiana o la comunidad ballenera Inupiaq de Kivalina se han convertido en refugiados climáticos.
A medida que crece nuestra comprensión colectiva del estado de peligro de nuestro planeta (la sexta extinción, la intensificación del cambio climático y la superación de los límites planetarios), el discurso y las acciones globales están girando hacia un mayor reconocimiento del papel de los pueblos indígenas y de las comunidades locales, de sus tradiciones de los territorios de conservación de la biodiversidad y de resiliencia al cambio climático. Investigaciones recientes demuestran que si bien los 370 millones de pueblos indígenas del mundo, representan menos del cinco por ciento de la población mundial, manejan o mantienen la tenencia de más del 25 por ciento de la superficie terrestre del mundo y sostienen alrededor del 80 por ciento de la biodiversidad global.
Claro está que hay miles de diferencias entre las historias del Perù y del Canadá, y entre los pueblos originarios de ambos. Canadá es un país muy grande, con una población muy pequeña. Esta, a diferencia del Perú, desciende en su mayoría de colonos europeos. Los pueblos indígenas, no muy mezclados genéticamente con los de ascendencia europea, representan una minoría. Cuando llegaron los europeos en el siglo 14 encontraron tribus dispersas y no un imperio como el de los Incas en el Perú. En nuestro país, en términos de colonialismo, somos genéticamente una amalgama del agresor y la víctima.
Tampoco podemos olvidar que lamentablemente el Perú depende económicamente de las actividades extractivas. También es, en gran medida, el caso del Canadá, pero este es un país más industrializado. En fin, hay innumerables diferencias, pero lo que sí tenemos en común es que en ambos países existen leyes que exigen la consulta previa para proyectos en tierras indígenas, a las que se les hace poco o ningún caso.
Pero aun así, y salvando las enormes disparidades, que alguien me cuente, ¿para cuándo? No se me ocurriría proponer el cierre de todas las minas, pero sí quiero levantar mi voz en pro de tomar en serio la autogobernanza de los pueblos originarios, y de (a estas alturas de la emergencia climática) atajar el paso a proyectos petroleros. Deberíamos mostrar en las calles y en nuestros diálogos que nos sentimos uno con nuestros compatriotas indígenas, que nos hacemos cargo de sus ancestrales sufrimientos y que escuchamos sus exigencias. En este mismo instante, seres humanos en Awajun, Cuzco, Urubamba, Amazonas, Ucayali, y muchas otra regiones del país luchan por preservar su forma de vida, al tiempo que -quizá sin percatarse de ello- luchan por preservar la vida de todos nosotros.